Soy como un arqueólogo que cada cierto tiempo descubre cosas nuevas en esas ruinas que parecen ajadas y conocidas. Un arqueólogo busca con paciencia y método, con disciplina y fe, porque sabe que está buscando en el lugar correcto. Y aunque le han dicho que hay ruinas hermosas en otros lares, él prefiere su ruina, porque sabe de ella cosas que nadie más sabe; es su tesoro y también ese lugar que llama hogar.
Un arqueólogo sabe que habrá tiempos en que no encuentre nada nuevo y que incluso pueda sentir tedio de buscar indicios en los mismos recovecos que cree conocer de memoria. Pero es metódico y, más importante, confía plenamente que su ruina esconde aún más secretos; y sigue ahí, visitándola día a día, pacientemente, hasta que su humildad y su confianza le permitan ver eso que ha estado ahí siempre, pero que no ha sido capaz de encontrar aún.
Por eso el arqueólogo siempre se queda junto a su ruina, y la quiere como si fuera una parte de su propia existencia. Porque en su ruina, y sólo ahí, se siente seguro; y cuando duerme, descansa. Y cuando mira al cielo, no busca nada, porque sabe que todo lo que necesita está ahí, al alcance de su mano.
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