La obra de A. Jaar consta de al menos cuatro tiempos. El primero es un descenso del que no está muy consciente, un descenso lento por escaleras diseñadas para no dar más de un paso por escalón por la extensión de los mismos. Esta escalera nos transporta lentamente a una habitación intermedia, lo que en términos más estrictos sería un entretiempo, un no-tiempo donde se espera se reanude el transcurso de eventos. Se abre una puerta. Se nos dice que seremos encerrados por tres minutos. Entramos. Se cierra la puerta y este segundo momento comienza a vivir al mismo tiempo nosotros comenzamos a morir de a poco. Esta ‘geometría de la consciencia’ resulta en un espacio que quita la voz lentamente, el silencio al comienzo es visual, pero los ruidos no tardan en cesar. Algunas consciencias brillan. Otras quizás no tanto. El espectador se encuentra solo. La sala está llena y entre el silencio y la oscuridad. Se encienden las luces, éstas salen desde las siluetas y llegan al espectador. La obra genera una disposición espacial de los espectadores de modo que todos miran la misma pared; esta disposición espacial está determinada por la afluencia de la luz. Los espejos laterales aumentan esa sensación. La primera línea es de rostros de detenidos desaparecidos. La segunda es de personas vivas. Y luego se repita la secuencia desde el techo hasta el suelo. La muralla está llena de siluetas de rostros de personas, en la pared son todos iguales, imposible distinguir vivos de muertos. Se apaga la luz; hay murmullos tenues, pero todos están más quietos que en un comienzo. Se abre la puerta. Todo acaba. Escaleras arriba la vida retoma su curso y comienza la visita.
Las ciencias sociales buscan adquirir conocimientos calificados como blandos. La pregunta de las ciencias sociales es también la pregunta por la verdad de las ciencias sociales. Foucault se preguntaba sobre la verdad de la razón, y lo hacía buscando en la locura; nosotros, los cientistas sociales, nos preguntamos por la verdad de los valores occidentales, nos preguntamos por la verdad de los derechos humanos, quizás debería ser una pregunta a ser planteada en nuestras dictaduras y directamente a ellas.
Es difícil inquirir a nuestra dictadura por la verdad de los derechos humanos. Suena incluso paradójico, pero es un esfuerzo nada fútil. En primer lugar, y esfuerzo que tomará todo este ensayo, se interrogará las formas de la dictadura y nos aproximaremos desde el contenido estético de algunas de las prácticas de la misma, para a partir de este contenido estético encontrar esta pregunta por la verdad de los valores de nuestra sociedad; para preguntar indirectamente por la verdad de las ciencias sociales en esa época.
Por motivos operativos se distinguirán dos períodos en la dictadura, el primero durante los setenta (que recibirá nuestra mayor atención) y el segundo durante los ochenta. En el primer período, particularmente en el primer año se creó el Consejo de la Censura. Se suspendió Mafalda. Se prendió fuego al Teatro la Feria. El mismo 11 de septiembre se allanó chilefilms: quemaron cintas y material de distinto tipo. La fogata se alimentaba de libros, vinilos, imágenes varias. La cultura ardía en llamas y también era perseguida.
El simbolismo de perseguir el arte no sólo alcanza a regímenes como el nazi que en la lista de la GESTAPO tenía incorporado a personajes como Thomas Mann, sino que tiene un alcance estético que no puede ser obviado. Perseguir el arte, hacerlo callar, interrogarlo, torturarlo y en lo posible asesinarlo. Así se comienza a dibujar una obra que los artistas habrían de vivir en carne propia. Había quienes se quedaban e intentaban luchar contra el régimen; querían arte, pero muchos se fueron, entre ellos uno de los cineastas chilenos más exitosos de la historia del cine, Raúl Ruiz: apenas conocido en Chile.
La persecución al arte estuvo lejos de ser una práctica aislada, sistemáticamente hubo intentos de apagarlo para siempre. Allí donde había murales y propaganda política, se retiraban los papeles y se pintaba con gris o blanco. No era solamente una lucha contra el arte, era un propuesta contra-estética la del primer período de la dictadura.
Si consideramos la estética de las imágenes del régimen, particularmente deteniéndonos en la fotografía, vemos que es una estética ‘familiar’. Las imágenes de personas en lugares públicos no son personas que sencillamente están en el lugar, no hay más el clisé típico de un anciano alimentando las palomas en alguna plaza; ya no hay niños de distintos colores jugando en las calles; ya no el grupo de amigos con cualquier pretexto, pero celebrando. La estética familiar era la que ‘re-Lucía’. Las imágenes de personas en espacios públicos es la representación del paseo familiar. Las fotos son la junta entre ‘la tere’ y ‘la martuca’; los niños juegan en la patio de ‘la martuca’ y los esposos son flameantes militares que sirven a su país. Es la contra-estética del grupo. El grupo, las reuniones entre personas son el punto inicial de cualquier conspiración. Los grupos están prohibidos; los grupos espontáneos son peligrosos y deben ser disueltos. También quitados de cualquier imagen; deben ser removidos y de ser necesario, perseguidos.
En el recorrido por el museo la consciencia sigue su escrutinio iniciado en aquella escalera. Un vidrio sobre fondo negro proyecta constantemente la imagen del mismo espectador. La cronología proyecta sobre el espectador la historia. Hoy la historia pesa. Cuesta. La pregunta por el conocimiento se vuelve, a ratos, baladí. Conocimiento… ¿Para qué conocimiento cuando se está frente a la parrilla? ¿De qué sirve la pregunta por la verdad? Por un tiempo, las ciencias sociales guardaron un doble silencio. El primer silencio fue forzado, fue la reestructuración de la Universidad de Chile, fue arrancar las pedagogías; el primer silencio fueron las desapariciones, los allanamientos. “Allanada UCN” decían las noticias de la época. Las Ciencias Sociales fueron ‘purificadas’. Tanto lo que dicen los discursos, como lo que callan, nos habla. El silenciamiento de las Ciencias Sociales decantó en su necesidad de purificación. No se habló de reformar, no se tuvo asco de decir “purificar”, como si estuvieran contaminadas; no había asco en demonizar al adversario político, convertirlo en enemigo. La estética de la purificación descendía desde el olimpo para aplastar las posibilidades de las Ciencias Sociales.
El segundo silencio, cuyo contenido estético también resulta evidente, es el luto. Las Ciencias Sociales decidieron guardar un minuto de silencio por las atrocidades. El impacto de la violenta muerte de Victor Jara aún remecía; era necesario llorar a los caídos, recobrar fuerzas para no caer presa de la confusión y no perder la cordura… o la esperanza. El silencio ritual cesó lentamente en tanto el grupo recobraba su fuerza y su presencia. El silencio que Jaar nos dejó fue el trampolín para poder mirar un poco sobre el muro que se erige como todo el ruido que reinó en las Ciencias Sociales. La luz confunde un poco al comienzo, pero para cuando vuelve la oscuridad ya estamos menos inquietos, ya sabemos de qué se trata y aguardamos con calma que se vuelva a abrir la puerta.
Lo cierto es que se hizo una herida a las Ciencias Sociales y Humanidades. Hubo un quiebre y varios fueron heridos, muertos y desaparecidos. La historia de las Ciencias Sociales en Chile estaría marcada por esta herida; en la historia de los cientistas sociales en Chile estaría indeleblemente marcada la huella de un régimen que a sangre fría y a punta de metralla expandía una estética del miedo; una estética gris y blanca; una estética de la familia que purificara y limpiara la sangre sucia derramada. Ahora bien, esta contra-estética cuyas prácticas contra-artísticas y contra-científicas se articulan en un punto que quizás nunca nos hemos dado el tiempo suficiente como para mirar con detenimiento: Al comienzo, ‘ellos’ también tenían miedo. Entre ellos también había niños que jugaban a ser soldados y no sabían que en el juego había que matar de verdad. Del otro lado hay culpa, mucha culpa. También hay llantos. Hay pavor, miedo, terror al entrar en la geometría de la consciencia. Hay muchos que no duermen tranquilos, que saben que hay una línea que trasgredieron, una línea que ellos reforzaron sin darse cuenta y ahora no pueden borrar.
Cuando se interroga a la dictadura por los derechos humanos, por la verdad de los derechos humanos no sólo se interroga en el límite de las vejaciones, no sólo se pregunta desde las prácticas más inhumanas; también se interroga desde los perpetradores, desde sus culpas, desde saber que viven prisioneros de las celdas que ellos mismos construyeron en sus cabezas y cuya respuesta a la pregunta por los derechos humanos puede ser un tibio “sí, eso es importante”, pero es un sí cuya estética, cuya semántica, cuya iconografía aunque debe aún ser tallada con el tiempo, reviste un profundo contenido humano que quizás antes no veíamos.
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