5 Jul 2009

Montaña rusa de todo:
siempre subes y bajas,
el vértigo es estar vivo;
siempre avanzas, los paisajes cambian
y todo se va quedando atrás.

Las migajas del carro de adelante te caen en la cara,
lastiman los ojos y ya no se puede ver bien.
Duelen las mejillas por los besos del viento,
el roce hiere las superficies,
las desgasta.

Los rieles también se gastan,
tu carro se cae:
El silencio del impacto,
el impacto de tu silencio.

Los íconos devienen rotos en breve,
mas yo nunca quise hacer
de mi existencia un íconoclasta.
Tampoco un ícono.
Me agradan, más bien, las tonteras:
esas cosas insignificantes
que con ironía insisto en llamar simples,
esas cosas que se ven rara vez
como seres mitológicos que pierden vida a destajo
con cada movimiento que de su cuerpo hacen.

La tormenta de tus brazos,
la fingida de la mirada de un adiós
y el ardiente cielo que se quema en mis dedos:
Todo un poema recreado por mi imaginación,
al igual que tus manos,
tus palabras,
y la mutua correspondencia.

Todo lo que es bello en mí se esconde repentinamente.

Hace días que las palabras son sólo coágulos,
nodos que aglutinan la energía de púlsares submarinos
donde los tonos violeta chocan con el reflejo del cielo.
Hace ya semanas, unidad de tiempo que conozco hace muy poco,
que siento que no estoy bien. No como antes.

Mi cuerpo me avisó claramente ayer,
me dijo en su lenguaje de dolor y placer todo sobre el tiempo,
me previno de todas las implicancias que el devenir tiene sobre mí,
me advirtió y me señaló las posibilidades.
Aún no he tomado alguna, no sé si quiero nacer
y formar parte de los vivos.

Se está bastante bien como un ente sin vida ni respiración,
se siente bien no tener dolores repentinos
y permanecer indemne a las tempestades
que llueven constantemente sobre mis pestañas.

Ya no quiero llorar así,
no quiero tener que lamentar nuevamente...

Ayer, la vida es en mí un ayer,
eso que está presente en la retina
y que no se puede cambiar.
Lo que como espectador se presencia desde lejos.
Absorto entre mis manos,
hundiéndome entre mis manos
asfixiándome y marcando todas las huellas sobre mi rostro;
la presión insostenible me revienta las manos contra la cara
porque la realidad es tan cruda
que todo intento por ocultarla es útil:
la sangre, el dolor, el llanto, un suspiro...
a veces una mirada, la esperanza o una tontería cualquiera,
lo que sea, pero suficiente como para ocultarme del presente.
Ocultarme de mi cobardía y mis miedos en un lugar donde no me encuentren.
En un maldito lugar donde ya nadie me moleste.

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