con manchas de abandono por todos lados
con motas de tristeza por todo su pelaje
con ganas de jugar por todo su cuerpo serpentino
que se extiende en una caricia eterna
a quien comparta con él un poco de ese camino agreste
que va dejando huella en sus orejas caídas.
Chulengo me siguió a todas partes desde que cruzamos mirada
no se alejó de la cabaña en toda la noche
no dejó sola la bicicleta mientras yo estaba en reunión
y se las ingeniaba para llegar donde sea que me encontrase.
Me defendió, como el quijote a dulcinea,
de amenazas ingentes y macabras:
si bien no había molinos;
caballos, ovejas, humanos y también otros perros
se erigían atemorizantes en nuestro camino.
No valía la pena explicarle a Chulengo
que no era necesario
que ese afecto se lo daba gratis
que no me debía ninguna lealtad
y que me conformaba con haber compartido con él
un pedacito de ese camino
que tan ajadas tiene sus esperanzas
y que terminara abrupto en la rampa
en medio de la oscuridad
perdiéndose entre la niebla
y una lancha con nombre de mujer
que me llevara de nuevo
donde los caminos son más duros
y más largos
y ahora también
un poco más solitarios.
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