No te puedo ocultar mi pesar, y desearía que estos días que
van a pasar me escribas algo que me haga sentir amado, algo que me devuelva la
esperanza y que aplaque este miedo, esta sensación de abandono que se me pega a
la ropa como humo de cigarro, miedo a que me dejes y tener que enfrentarme a mi
realidad oscura y lóbrega, realidad podrida y húmeda, porque de verdad, hoy lo
único que sé, es que quererte me salva de esa realidad. Transforma mi cruz en
algo ligero, como una sonrisa tuya; o algo suave como tus piernas; quererte
cambia mi amargura en algo honesto como tus manos.
Esta vez no te arrojo ninguna cuerda para que vuelvas,
sólo las he estado hilando para tenerlas a mano en caso que vea que tu barca se
aleja de la mía sin ánimo de volver, espero que la cuerda sea al menos lo
suficientemente larga para que la alcances y no estés lo suficientemente
embarcada como para pensar que es más seguro seguir adelante que desandar ese
comienzo prometedor que te augura un futuro espléndido, lleno de aventuras.
De todas formas este viejo que te escribe cartas desde
tierra firme, que pareciera marearse en alta mar; que cuando sale a pescar
siempre lleva su bufanda y su abrigo sólo por precaución aunque el sol límpido
se encumbre entre las nubes. Este viejo solitario sabe que eres la única que
podría sacarlo de su refugio, hacerlo abandonar su armadura y arriesgarse a
quizá tener un pequeño descuido, un insignificante acto fallido, y dejar -sin
darse cuenta-, en casa, su bufanda. Y no será mucho para ti, pero él, al sentir
el viento abrazar su cuello, sabrá que ya no hay vuelta atrás, que el camino de
regreso que había marcado con migas de pan ya no existe y que su vida no será
más como un cuento infantil, ese lugar seguro del que nunca quiso salir.
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