Sé que te escribo a destiempo, que quizás mi saludo no te inmute y que no será necesario que finjas la indiferencia. De todas formas quisiera contarte de mí, de mis cosas, aunque no seamos tan amigos. Es que esta vez tengo miedo. Quiero hablar con alguien y acá lo que está cerrado no son los bares, sino la puerta de mi pieza.
Últimamente he sentido las consecuencias de quedarme en Santiago, de intoxicarme de ciudad para aprender a sobrevivir en ella. Ha sido complejo, sobre todo porque esta ciudad me recuerda que en cualquier momento la puedo encontrar. Y sí, sigo al pie de la letra eso que dicen que los humanos siempre apostamos por lo más improbable. El problema es que ya no sé qué hacer, siento que mientras menos la veo, más la imagino y que el lugar de mis recuerdos quedará de pronto vacío y yo también seré como un baúl de soledades.
Todo eso por un lado, porque del otro mi cabeza explosiona en trocitos que me esfuerzo en recolectar cada mañana al despertar. Veo muchos caminos por delante, veo un laberinto por delante, uno ingente, inabarcable. Jorge, yo sé que nuestros caminos son distintos, que tu amor por la tierra es mayor que el mío y que tus palabras nunca han sido para mí. Pero quisiera pedirte que en el silencio en el que espero tu respuesta, le digas al bosque, que con su lenguaje de raíces me escriba un telegrama, algo breve, con poquitas palabras, sencillo, para que yo lo entienda y sepa que leíste mi carta, mi botella al mar que ni las olas quisieron sacar a bailar, pero que sin embargo, tú te molestaste en leer.
Afectuosamente Tomás.
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