(…)
“Insistí:
- ¿Y si yo me largara a buscarla?
- Lo pasarías mal. La pobre, una loca, igual que todas las
mujeres, habló de ti. Tú no entiendes esto: los hombres de verdad son
reservados.
- No tanto. Si los oyeras en el club…
- De entrada irías preso. A la larga la embajada
intervendría y quién te dice que por último no te soltaran. Lo pasarías mal.
El miedo no es zonzo, pero sí triste.”
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Son tres cosas las que me dejan
pasmado de este cuento/estos fragmentos. La primera es la pregunta, como daga
lanzada al descuido, que interrumpe el curso habitual de los eventos. Ese
impacto de lo real lacaniano que te deja estupefacto, que te hace adquirir
consciencia de ciertos aspectos evitados de manera inconsciente. Ese impacto de
lo real que fuera para el protagonista, en cierto modo, también pude ser
sentido, o al menos percibido, por quien lee.
El segundo aspecto es la
incomprensión, la falta de tacto en la que tantas veces caemos sin darnos
cuenta. Cuando Cecilia le dice “Tú no entiendes esto: los hombres de verdad son
reservados” efectivamente no entiende aquello -y la respuesta es una sutileza tremenda
del autor- como si de algún modo hubiese dos lectores de este cuento: quienes
comprenden esa frase, y se quedan del lado de Cecilia, y quienes no la
comprenden permaneciendo del lado de la respuesta del protagonista. Porque
comprender esa frase o no hacerlo significa entender la diferencia entre una
Perla realmente enamorada o una Perla fascinada de sí misma y su aventura.
El tercer aspecto es, inevitablemente,
el cierre. Más allá de mi saludable compulsión hacia los cierres, la
reivindicación implícita que hay hacia la racionalidad del cobarde, del
miedoso; esto implica en primer término considerar que en el miedo hay una racionalidad
y además, que es una racionalidad “no
zonza”, antes bien, una racionalidad en cierta medida, ‘justa’.